viernes, 28 de mayo de 2010
Un encuentro en la Toscana III
En Lucca nació Puccini.
Creo que he confundido un poco el orden de los acontecimientos, pero no importa, seguiré así, porque es mejor seguir de alguna forma que no seguir. Sé que no es el mejor de los lemas, pero cada uno busca para sí lo que le hace falta. A veces querer alcanzar demasiado nos hace echarnos para atrás y no quiero que me pase eso.
De Lucca recuerdo la plaza que se asemejaba un poco a la Plaza de la Ópera, cerca de Odeonsplatz en Múnich. No sé, ciertas partes de la ciudad se me antojaban un poco alemanas, los nortes de algunas ciudades tienen mucho en común. Así como Fuenterrabía en el País Vasco.
De noche buscando algo de comer mientras paseábamos, escuchamos música que venía de una terraza, nos acercamos siguiendo la música, preguntamos si ponian algo de cenar y como no ponían nada, dimos media vuelta y seguimos buscando el divino placer.
Encontramos, por casualidad, una pizzería pequeñita con otras delikatessen típicas de la ciudad y después de saciar nuestro apetito, volvimos a la terraza con música, habían bajado el volumen, pero aún había gente.
Había un grupo grande sentado en una mesa y cuando marchaban todos, un chico mulato se nos acercó, comenzó a preguntar de forma muy amena de dónde éramos, etc.
ÉL era brasileño, había sido adoptado por una familia italiana, daba la impresión de tener unos 25 años, más tarde nos enteraríamos de que tenía bastantes menos.
Nos fuimos de aquel sitio ya que no ponían más vinos y él sugirió ir a tomar algo juntos, a mí no me apetecía demasiado, pero luego accedí, en esta vida hay que buscar experiencias ¿no?.
Fuimos a un bar que también había cerrado, pero donde delante todavía se podía ver gente bebiéndose los últimos tragos de sus cervezas o vinos. En frente había un edificio muy bonito con unas escaleras en las que se puede estar muy bien en días cálidos.
El chico insistió en invitarnos las cervezas, movió todas sus influencias para conseguirlas (todavía estaban limpiando).
Era un personaje curioso, pero no por los tatuajes, su forma de enseñarlos o la manera de hablar y de decir deja pasar sino, porque saltaba a la vista que todavía estaba buscando su lugar en el mundo, se le notaba en lo que decía y en lo que enseñaba. Tambien en lo que no decía. Creo que a la hora de hablar con sus amigos o conocidos por la calle sentía que ese mundo era un mundo de mentira, la gente parecía apreciarlo, pero él se sentía ajeno, en un universo con hombrecitos de papel... y él era de cartulina.
Sus tatuajes lo hacen sentirse bien en ese universo. La seguridad que brinda el recuerdo de saber que no es el único hombrecito de cartulina en el mundo. Los nombres de las personas que quiere en la piel se lo recuerdan.
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